Por: Jaider Espinosa Valencia, estudiante en la Maestria de Innovación Educativa
Hace poco, en una actividad de “dirección de grupo”, mis estudiantes de grado décimo se cuestionaron, ante la demora para iniciar los ensayos, la falta de autoridad para que todos se organizaran rápidamente. Un par de ellos, muy tranquilamente y de manera disimulada, me dijeron: “profe, grítelos para que se organicen rápido”. Yo, que jamás he pensado en utilizar esas “formas”, les dije de manera casi automática: “No creo que eso pase”. Y opté por decirles tranquilamente que me colaboraran con la puesta en marcha de la actividad.
Reflexionando sobre esta y otras situaciones parecidas, me cuestioné: ¿cómo o desde cuándo actúo de esta manera? Supongo que todo se remonta a mi niñez, cuando mi madre (más que mi padre) casi que me permitía desbaratar todo lo que se pudiera en la casa. “Es un niño”, repetía ella cuando yo dañaba algo. Era la única que lo veía así, mis hermanos y la gente en general me miraban de manera extraña. Mi mamá cerraba todo malentendido diciendo: “cuándo será que le puedo comprar algo al niño para que él arme y desarme lo que quiera”. Y todos miraban al cielo en una clara señal de desaprobación.
Gasté buena parte de mi infancia desbaratando hasta los balines de las balineras. Mi relación con el mundo y lo que hacían otros niños no me sorprendía. Me crié con una tranquilidad rara, adoptando la paciencia de mi madre para mi mundo infantil. En el fondo, las caídas de mis amigos, sus travesuras o las pocas burlas que recibí no alteraban de manera significativa mi estado de ánimo.
Eso tuvo que servirme en el colegio. No recuerdo haber provocado una pelea. Hoy, de hecho, pienso que no sé pelear ni lo que significa “pararse a los golpes”. Reflexionando, creo que uno de los deportes que menos me llama la atención es el boxeo.
Aunque tuve profesores muy rigurosos en secundaria, quienes eran pacientes y enseñaban muy bien, fui uno de los estudiantes del colegio “Veinte de Julio” que más llamados de atención recibió.
Al final los resultados académicos llegaron. Al terminar grado once, recibí mis resultados para ingresar a la universidad. Me fue muy mal en las pruebas. Mi puntaje de ICFES no me sirvió ni para ingresar a prestar servicio militar (es una broma). En mi casa no se hablaba de universidad ni de pregrado; mis papás sólo hicieron la primaria, y los únicos que me hablaban de eso eran mis profesores.
Yo no le presté mucha atención a los resultados y me “regalé” a prestar servicio militar, que es otra historia llena de paciencia. Pero durante un año, varios de mis profesores de secundaria insistieron para que me preparara de nuevo. Llegaron incluso a proponerme que me regalaban la inscripción para el examen. ¡Hoy no sé muy bien qué veían en mí! Pero lograron convencerme. Lo presenté de nuevo y subí cien puntos.
Tarde, y de nuevo gracias a mis profesores, tomé la decisión de inscribirme en la universidad. En los exámenes de ingreso me fue bien y terminé estudiando Política. En la universidad volví a nacer, fue como regresar a la posibilidad de desbaratarlo todo, pero esta vez con un propósito. La universidad pública me permitió hacer muchas cosas: conocí diversidad de personas, de todos los estratos sociales; conté con excelentes profesores; me enamoré, en resumidas cuentas, de la academia, pero a mi manera, a la manera de mi madre.
En la universidad pasé por la representación estudiantil, conocí muchas otras universidades como vocero de una parte de los estudiantes, debatí y marché durante toda mi carrera. No fui un estudiante académicamente ejemplar, pero aprendí mucho. Me siento orgulloso de ser egresado de la Universidad del Valle, tranquilo por haberla defendido y agradecido por la calidad de compañeros y profesores que conocí.
Hoy, siento que el ser paciente me dio muchas herramientas. Me ayudó a asimilar de la mejor manera mi carrera de Ciencias Políticas. ¿Pueden imaginar un politólogo con poca paciencia en un debate? El mundo sería otro si existieran más personas con un alto nivel de paciencia.
Cuando algunos estudiantes me piden que grite, mi respuesta no surge de una tranquilidad inexplicable. He aprendido que la autoridad a largo plazo se gana, no se impone a la fuerza o con gritos. A mis estudiantes solo puedo ofrecerles lo que mi madre y la vida me han enseñado: nada más y nada menos
Reflexiones.
La reflexión que propone Mauricio García Villegas me ha llevado a pensar sobre mi propia historia de vida, a mirar el mundo, pero de mi cerebro hacia adentro. De adulto, uno tiene la sensación de ser la suma de muchas cosas, pero esta idea de mirar las emociones fue y es algo nuevo para mí. Uno cree que entiende las emociones que ha vivido, o las que están incrustadas en el presente, pero yo desconocía las huellas permanentes que dejan para siempre en el alma.
Hay un elemento indiscutible sobre "las emociones" que he aprendido durante este ejercicio, y está directamente relacionado con la educación: la práctica determina muchas cosas. Mi madre decía y hacía muchas cosas que, a su vez, me ayudaron a entender el mundo y a actuar de cierta manera. Las emociones se sienten de manera consciente o inconsciente, de forma inmediata o a largo plazo.
Mi experiencia personal puede contribuir a la comprensión de los procesos de educación emocional en la escuela porque parte de vivencias reales y creíbles para la comunidad educativa. En las reuniones de padres, con colegas y en los espacios con los estudiantes, se pueden construir conversaciones donde se mezclan muchos elementos que no son mágicos, sino que se van tomando o heredando de persona a persona, de generación en generación. Y es en ese espacio donde se pueden cultivar ciertas cosas, algunas personalidades y algunas emociones necesarias para un mundo más tranquilo.
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