El aprendizaje no memorístico es una charlatanería

 


Filósofo, pedagogo y maestro de escuela jubilado, Gregorio Luri sigue recorriendo colegios por España y el extranjero para tomar el pulso real a la educación. Tras ‘La escuela no es un parque de atracciones’ y 'En busca del tiempo en que vivimos', el profesor vuelve a las librerías con 'Prohibido repetir' (editorial Rosamerón), un ensayo donde sentencia que nunca ha habido más pedagogos, ni más facultades de Educación, ni más presencia de la educación en la prensa, pero la calidad del sistema educativo sigue sin estar garantizada. Para revertir la situación y salvar la escuela, Luri pide “estrategias pedagógicas rigurosas, maestros bien formados y currículos que se tomen en serio la importancia del saber”. ¿Cómo? Para empezar, dejando atrás el auge de las emociones en las aulas y recuperando el conocimiento puro.

Admite que los profesores han perdido autoridad. ¿Por qué?

Cuando yo iba a la escuela nadie dudaba de que lo que aprendía era esencial. Si no ibas a la escuela se notaba. Hoy el conocimiento ha perdido centralidad, ahora está en lo afectivo, lo emotivo. El maestro no puede ser representante de un equilibrio emocional. El maestro debería saber perfectamente cómo enseñar y cómo aprender a sumar. Ahora bien, cómo ser feliz y cómo tener equilibrio emocional...

Critica que en las aulas esté disminuyendo la trasmisión del conocimiento y aumentando el learning by doing (aprender haciendo).

Eso lo defiende la OCDE desde hace años. Esta organización asegura que el maestro no puede ser representante del saber porque el saber cambia. Lo que tiene que ser, según ellos, es un acompañante del niño para que este construya sus propios saberes. Me parece una aberración. El conocimiento ha perdido autoridad. Los conocimientos cambian, dicen. No es cierto. Las matemáticas no cambian. Tener un conocimiento sobre historia o geografía no cambia. Napoleón va a estar siguiendo ahí. Fíjate si esto lo aplicamos al médico y se convierte en un acompañante de tu salud.

En Finlandia, Suecia, Estonia y Francia las cosas tampoco están yendo bien, aunque, en su día, algunos de ellos fueron países idolatrados por su sistema educativo. ¿Estamos ante un problema global?

En educación, hay dos temas que me preocupan especialmente. Uno es el hecho de que las familias cada vez dedican más recursos a la educación paralela. Es decir, clases particulares. Son conscientes de que con la escuela no es suficiente: lo mismo pasa en EEUU y Europa. Es un factor de desigualdad terrible. El otro aspecto que me preocupa es que, hace años, la docencia era uno de los trabajos más dignos y reconocidos. Ahora vemos que faltan profesores. Aquí y en Finlandia. No hay manera de encontrar profesores de matemáticas. Insisto, hemos jugado frívolamente a convertir la escuela en un espacio donde el sentimiento ha ocupado el lugar del conocimiento.

¿Pero no es un avance que los niños reciban psicoeducación?

No me gustan las escuelas en las que los niños escriben cada día sus emociones. Como dices, tener nociones de psicología está muy bien, igual que hacer caso a las emociones. Pero ¿acaso no sabíamos hacerlo cuando no existía la educación emocional de manera tan explícita?

Creo que no, honestamente.

Hay sobrecarga de emociones en las escuelas. Es importante saber relacionarte y controlar los impulsos. Pero poner a los niños en círculo el lunes a primera hora y preguntarles qué problema se han encontrado este fin de semana en casa me parece denunciable. Me parece denunciable que en las aulas se esté constantemente pensando en el sentimiento y en la manifestación de las emociones. ¿Quieres educación emocional? Pues vamos a garantizar las horas de sueño de los niños. Eso sí que es esencial. Lo mismo con el ejercicio físico, que es la mejor terapia contra los males del alma.

La comunidad científica lleva tiempo reclamando una dimensión socioafectiva de las matemáticas, que consiste en hacer que la asignatura no genere pánico.

Totalmente de acuerdo, pero eso se llama didáctica de las matemáticas. Los profesores asisten ahora a formaciones como ‘La escuela que siente’, ‘Bailando con neuronas’ y ‘Constelaciones familiares’. Si miras los cursos de verano que se imparten en cualquier facultad, es más fácil encontrarte eso que clases rigurosas sobre didáctica de las matemáticas.

Volvamos la disciplina en las aulas. ¿Por qué es cada vez más complicada mantenerla?

La disciplina es una cuestión de justicia social. La exposición a un compañero disruptivo en una clase de 25 alumnos a lo largo de toda primaria reduce los aprendizajes globales en matemáticas y lengua. Es una cuestión de equidad y lo ves cuando vas a los coles. ¿Sabes una cosa? Fuck (a la mierda) el glamur pedagógico.

Hablando de glamur, recupera usted el plan Gary, una iniciativa estadounidense que apostó por una escuela creativa y feliz. No había pupitres sino bancos de trabajo. Tampoco lecciones sino proyectos. Y las aulas eran comunidades democráticas. Suena actual, pero ocurrió a principios del siglo XX. Fue un fracaso absoluto.

Rescato ese tema para dejar claro que es muy difícil innovar en educación. Podemos innovar en tecnología, pero en educación resulta muy complejo. Cualquier iniciativa que se autodenomine innovación educativa debería repasar la historia para comprobar si hubo en el pasado experiencias de ese tipo y tuvieron éxito o fracaso, como el plan Gary. En educación uno tiene la sensación de vivir en el día de la marmota.

¿Por qué no le gustan nada los divulgadores de la pedagogía?

Es que se oyen cosas terribles. Dicen que la memoria no importa, eso me duele. Lo del aprendizaje no memorístico es una charlatanería. En septiembre tengo una charla en un colegio de Madrid y he pedido a los asistentes que lleven un trozo de velcro.

¿Para qué?

El velcro es como el conocimiento, los nuevos conocimientos se te quedan pegados. Cuantos más conocimientos tengas asimilados más pegados se te quedan los nuevos. Si hay alguna pericia general para todos los saberes, es la de hincar los codos.


El Número de Biojó

 


Por: Jaider E. Valencia. 02/01/2025

Tuve la fortuna de quedar elegido en el sindicato de maestros de un pueblo muy conocido de Colombia, donde el calor es soportable y las noches, todas, son frías. Entré de último en esas elecciones, por residuo, pero valió la pena el ejercicio.

Era un profesor nuevo y enseñaba en el colegio público más grande de ese pueblo. El ambiente laboral era bueno y la vida académica, aún mejor. Adaptarme fue relativamente fácil, aunque aprender a vivir solo, lejos de la metrópolis, no creo que sea fácil para nadie.

Una tarde oscura y lluviosa, pasaba cerca de la sede sindical. Era normal que yo pasara por allí, porque en estos pueblos todo queda cerca y uno se dirige a pie a casi cualquier lugar. Pasé a saludar, pero en el mismo momento en que iba a tocar la puerta, escuché murmurar mi nombre desde el interior. Se escuchaba la voz del presidente del sindicato, no hablaba con nadie en particular, era una llamada telefónica. "Jiader, sí, Jiader", escuché.

Decidí chismosear, como en todo pueblo, acercándome a las ventanas, mientras ponía mi celular en modo silencioso, pues algo me decía que pronto me llamaría. Un rayo cayó en ese momento y tuve que ponerme la mano en la boca para evitar ser visto. El presidente finalizó la llamada e inmediatamente escuché el sonido de las teclas marcando un número.

Por el sonido de las teclas, identifiqué mi número (recuerdo cuando existían los teléfonos públicos de cabinas huevudas, uno descolgaba la bocina, rápidamente acercaba el auricular al celular, marcaba un número y salía la llamada mágicamente). Tuve que retirarme, voltear la esquina y sentarme en el parque Bolívar, ubicado a la vuelta de la sede sindical. Al segundo intento de llamada, contesté:

—Hola, Jiader, ¿vos le diste tu teléfono recientemente a una señora que tenía un problema por allá en Cali?

—A varias —le respondí.

— ¿Una señora con un problema?

—Todas a las que les di mi número tenían problemas —repliqué.

—Me acaba de llamar un abogado, diciendo que la señora está perdida desde ayer. Encontraron el celular esta madrugada en el parque Bolívar y, al momento de inspeccionarlo, tiene registradas dos últimas llamadas: una tuya y la última de un señor consignado como “Benkos Biojó”.

—Uy, compañero, ¿cómo así? —le dije, con tono de preocupación—. 

—Ya voy para allá, estoy en mi casa, ahora que escampé, arrimo. ¿Vos estás en tu casa?

—No —me dijo—. Estoy en el sindicato. 

Rápidamente abordé un taxi para mi casa, pues, adicional al afán que tal suceso me provocó, también me hallaba empapado. Y, la verdad, también un poco asustado (En este pueblo cuando se anda de afán, se aborda un "motoratón", ellos te cobran la mitad del valor de un taxi). A los 3, 43 minutos llegué a mi casa, que queda en la esquina del colegio donde trabajo. Sé que había recorrido ese tiempo exacto no solo por el reloj último modelo que me había regalado el abuelito Vergara de Cali, sino porque desde que conocí a Javier, un profe de matemáticas del colegio, adopté la manía de dar medidas exactas cuando se trata de dar un número. Confieso que únicamente agarré ese vicio porque yo jamás saldría como loco a jugar el chance cada vez que por casualidad digo un número “bonito”.

Ya en la casa calenté agua, pues hacía mucho frío, me duché y salí lo más rápido que pude. Cuando cerré la puerta, el señor del taxi aún seguía afuera. Lo miré, le hice señas para saber si estaba libre, me confirmó y me subí.

—Qué bueno que no se había ido —le manifesté.

—En este pueblo los milagros existen —dijo.

Antes de contarle mis afanes a Don Iván, un señor que recientemente se había comprado ese taxi cuando logró la pensión entregando su vida a la universidad, con voz desilusionada me dijo:

—Anda desaparecida una señora muy conocida en este pueblo. No aparece por ningún lado, nadie la ha visto, como si se la hubiera tragado la tierra. Tengo mucho miedo de que, bajo este nuevo gobierno, volvamos a las décadas de 1980, cuando se perdía la gente cada ocho días, los domingos después de las 11:47 de la noche, en la avenida junto a la variante.

—No diga eso, Don Iván, le dije. Y evité contarle mis preocupaciones.

Llegando al sindicato, exactamente en el parque Bolívar, luego de haber transcurrido 3,40 minutos desde la casa, sonó mi celular. Contesté a la segunda llamada:

—Oiga, Jiader, vengase rápido, que aquí llegó el abogado de la señora, que necesita hablar con usted. Era el presidente.

—Ya voy, dame tres minutos y medio —le dije.

Ya había escampado, pero había neblina y hacía un frío terrible. Me bajé en la esquina, me fui lentamente y llegué de nuevo a las ventanas a escuchar todo antes de entrar.

— ¡Ustedes tienen que responder! —decía el abogado con tono subido.

— ¿Pero responder por qué cosa? —interrumpía el presidente.

—Porque el último lugar donde estuvo fue en el sindicato, y la última llamada que tiene registrada es del secretario de prensa, el señor Jiader. ¡Él tiene que responder!

Escuché de nuevo el sonido de las teclas del celular: 3 1 0 75685 80. El presidente había cogido su celular para llamarme. Me fui de nuevo hacia el parque, y en la segunda llamada le respondí. Eran las 2:43 p.m., lo sabía por el reloj y por Javier.

— ¿Aló? —contesté.

—Oiga, hermano, este señor está acá con el cuento de que tenemos que responderle.

—Dígale, le dije, que se venga para el parque, no lo atendamos en el sindicato. Dígale que el problema es conmigo.

Rápidamente se acercó a mí un señor por ahí de 1 metro con 71 centímetros de estatura, tenía la camisa por dentro, es decir que ya pasaba de los 50 años de edad, estaba bien motilado y tenía cara de abogado. Me dijo un nombre todo raro, le entendí: Guaidó, Guaidó López. Me mostró la pantalla de su celular, un Samsung M55, con la cara de una profesora muy simpática.

— ¿La conoce? —me preguntó.

—No —le respondí.

— ¿Por qué esta señora tiene marcado el número de su celular el día de ayer a las 10:45 de la mañana? —me preguntó mirándome rayado.

—Ayer estuve atendiendo en el sindicato a mucha gente, debe ser que ella lo anotó porque me lo pidió.

—Ella está desaparecida. Su esposo, el señor Miguel (un tumaqueño recién llegado a este pueblo), está muy preocupado por ella. Y el penúltimo número que registra en el celular que encontramos en este parque es el suyo.

— ¿Penúltimo? —le dije sorprendido. Lo interrumpí—. ¿Y cuál es el último?

Sacó una agenda, buscó desesperadamente mientras decía en voz baja:

—Eso qué le importa, señor.

—Biojó —dijo con más angustia que desesperación.

Yo le hice señales con la mano para que me esperara mientras le señalaba mi celular con la otra mano. Empecé a buscar por la "B", letra "B", pero no encontré nada. Escribí en el buscador de contactos la palabra “Biojó”. Me apareció en la agenda del celular: Univalle Benkos Biojó.

El abogado se dio cuenta, porque aquí en este pueblo la gente pone un cuidado espantoso de las cosas que pasan alrededor mientras hay una conversación.

— ¿Usted conoce a ese señor? —me dijo el abogado.

— ¿Por qué lo tiene en sus contactos? —dijo con rabia.

—Cálmese, señor López —le dije. Ese señor estudió conmigo en la universidad dos años, tres meses y cinco días en la misma carrera.

— ¿Y qué pasó? —replicó.

—Se retiró, pero cuando llegué a trabajar a este pueblo, me enteré por redes sociales que se había ido para Tumaco.

— ¿Y qué más? —preguntaba angustiado López.

—Allá lo metieron a la cárcel porque fue a fastidiar a una novia que tuvo en la infancia. La molestó tanto que ella lo demandó, y lo hizo meter preso. Luego cayó en desgracia y, para ganarse la vida, aprendió santería y vudú.

Asustado y visiblemente molesto, el abogado mirando al cielo, exclamó negando con su cabeza: "Ay Yemayá", mientras guardaba su celular.

—Este asunto cada vez se pone más raro. ¿Por qué su número estaba en el teléfono de la señora? Yo creo, estoy seguro, de que usted sabe lo que está pasando aquí.

Respiré hondo, sabiendo que debía manifestar lo que pensaba, aunque no quería hacerlo. Miré al abogado, di un paso atrás, respiré profundo:

—La señora Henao —dije, con voz baja—, creo que tenía una relación secreta, muy oculta. Ella es amante de Biojó, el hombre que usted mencionó. Ellos dos son de Tumaco, al igual que el esposo.

El abogado frunció el ceño, confundido, pero yo seguí hablando.

—Cuando Henao vino al sindicato aquel día, fue una coincidencia que ese número terminara en su teléfono. Ella lo vio por casualidad, porque recuerde que en este pueblo todo el mundo está pendiente de todo, y lo guardó en su memoria y luego lo anotó en su celular.

—Me preocupa que lo que Miguel, su esposo, no sabe, es que Henao y Biojó continuaron su relación en secreto, a pesar de que ella se casó con él.

El abogado se quedó en silencio, procesando mis palabras. Y finalmente, exclamó:

— ¿O sea que ella sabía que usted de pronto tenía ese teléfono porque lo había visto a usted en redes sociales con Biojó y debía encontrar la manera de poder sacarle ese número?

—Sí, Henao, al sospechar que yo podía tener su número en mi celular, aprovechó y, mientras yo acomodaba algunos contactos en la agenda telefónica, lo memorizó cuando pasé por la letra "U": Univalle Benkos Biojó.

—Eso quiere decir que cuando se fue, cuando “desapareció”, no fue un accidente ni un escape. Fue un plan, un plan orquestado por Biojó. Creo que con sus conocimientos en santería y vudú, él la hizo desaparecer de este pueblo. Es probable que, a través de un ritual, la haya hecho aparecer en Tumaco.

El abogado parpadeó incrédulo.

— ¿Entonces…? —murmuró.

—Ella no se fue, ni fue secuestrada. Estoy seguro de que Henao está con él, en Tumaco. El ritual probablemente la transportó a Tumaco.

Lo miré una última vez.

—Pienso que Miguel nunca lo supo, pero esa es la verdad. Si quiere, le dije, llamemos a Biojó ya.

El abogado miró hacia el horizonte, como si quisiera comprobar si el mundo seguía siendo el mismo. Pero finalmente, con voz baja, como si ya hubiese aceptado la terrible revelación, me dijo:

—Listo, llámelo, pero yo ya no sé qué creer. Si esto es cierto, lo único que me queda claro es que este pueblo guarda más secretos de los que imaginamos.


UNA INVITACION

 


Martes, 21 Nov. 2023

Ya que, según me doy cuenta, prefiere las formalidades, permítame dirigirme respetuosamente y cordialmente, con el único objetivo de expresarle mi más genuina gratitud.



La presente es para agradecerle sinceramente su apoyo significativo a mi experiencia educativa,  donde pude ver reflejada la vocación de un docente que disfruta el potencial de sus estudiantes.



Agradezco inconmensurablemente su disposición a la hora de persuadirme a participar en aquellas salidas pedagógicas, las cuales fueron ese empujón y último impulso para decidirme por la educación superior. 



También tengo en cuenta la confianza que ha depositado en mí,  ni hablar del valor e importancia que le otorgó a mi participación durante sus clases. 



Puedo agradecer de igual forma sus enseñanzas, y es que el concepto y objetivo de la economía nunca me será olvidado;  pude aprender y al mismo tiempo criticar en sus clases,  gracias por incentivar esos pensamientos. 



Con todo respeto,  una sugerencia (ojalá me haga caso). Para personas como yo, a las que les gusta escribir, es necesario tiempo para redactar, es por eso que sugiero humildemente que no corte nuestra inspiración y permita un poco más de tiempo. 



Con respecto a lo anterior,  cuando se nos priva de inspiración por el corto tiempo,  tendemos a sentirnos insatisfechos,  al menos permítanos sentir menos inconformidad con nuestro trabajo,  regalando unos 8 o 10 minutos más. 



Créame que tal vez hará la diferencia,  sobre todo para la gente que como yo, no lidiamos muy bien bajo presión.  Por todo lo anterior y más,  permítanos a mí y a otros compañeros,  tener el gusto de verlo el día de nuestra graduación,  esperamos contar con su asistencia. 



Atentamente: 

 Sara Viviana Castro. 

PANDEBONOS Y SALARIO MÍNIMO

 



By Jaider Espinosa V.  15 Diciembre hora 13:38

Abordé un taxi pirata porque no había transporte para ir a probar la Avena que venden en La California. ¿Cuánto le debo? -le dije al conductor cuando me bajé- "son 4 mil pesitos". Me pareció caro pero en navidad el transporte informal se incrementa por los cuentos de las primas y los aguinaldos extrabursátiles. 

Llegué a la caja y pedí mi vaso de avena. Me la sirvieron fría, espesa y en un vaso de 16 onzas. No pude esperar a sentarme para resolver la sensación en la boca que me produce entre otros también el mango viche. Pum, me la tomé. "Son 6 mil pesitos" dijo la cajera que tenía unos ojos brillantes y verdes. Le pagué con la misma sensación que tuve con el taxista. No vayan  a preguntar cuánto me costaron los pandebonos (que tocó pasarlos en limpio) 

20 mil pesos me costó el desayuno que terminó siendo fitness ¿No era justo un aumento del 20% en el salario mínimo para el 2023?

Diciembre de noche y en la madrugada



Las luces mostraban las imágenes traídas de otra parte del país, conocida por sus carnavales de negros y blancos, las ventas informales mostraban un notorio crecimiento del rebusque de la capital de la salsa y sus alrededores, eran fechas de velitas, y la gente se disponía a darle rienda suelta a su instinto animal. 

Había que comer, varios de los conocidos decidieron no hacerlo, otros, como yo, nos decidimos tan sólo por un sándwich. Fue mejor dejarlos ubicados con sus cervezas porque los cubanos estaban a una cuadra de allí.  Cuando llegué había en el interior del establecimiento gente un poco diferente a la que usualmente se veía por el bulevar del rio. Gente, creo yo, con ganas de sentarse o simplemente comer cosas que no fueran de la calle. Había extranjeros, extrañados porque las aceitunas en Colombia no configuraban una necesidad básica de nuestra dieta decembrina. 

La chica que al parecer quería pedir un sándwich se le escuchaba un tono argentino, extrañamente estaba sola y lucía una falda tipo gitana descaderada. “Estaba” más bien delgada y al parecer ignoraba que todo cliente que se para frente a caja lo hacía para indicar su pedido. Yo, con muchas ganas de parecer cortés, ordené orientando la voz hacia el cajero por encima de ella, él al recibir mi pedido, se quedó con los dedos en la caja esperando la otra orden. “¿Usted no viene con ella?” Yo contesté con la cabeza, con un estilo argentino que me sorprendió. 

El cajero que me atendió también empezó a preparar mi sándwich. “¿Lo quiere tostado?” “Claro”, le dije. Sus movimientos eran mecánicos, cogió el pan y de un sólo zarpazo lo atravesó y en menos de dos minutos ya estaba sonando el pito del horno microondas. Su labor terminó ahí. Sus movimientos fríos y mecanismos los cerró con broche de oro: “se corre por favor, continúe a la derecha”, y señaló con la boca como es típico en Colombia. 

Mientras yo buscaba como loco los jalapeños, escuchaba al fondo como la argentina ordenaba simplemente una ensalada. El muchacho mecánicamente le explicaba las opciones. Yo tenía mucha hambre, pues en horas de la tarde mi mamá había cancelado la cocción de los frijoles de los viernes por “una culicagadita” llamada Renata. 

No pedí nada de tomar, pues llevaba una cerveza en la mano con la que desprevenidamente resulté. Las mesas del centro estaban llenas y en todas se veía más de dos personas sentadas. En un rincón, junto a una familia, había una mesa solita justo para destapar el sándwich, hacerle una picadita y devolverme hacia bulevar. 

Cuando decidí violar la ética y comerme un bocado de sándwich con jalapeño, sonó el teléfono. Ya saben ustedes cuál fue la sensación. Pero contesté, alguien en el bulevar quería un sándwich, de los mismos “míos” pero  más pequeño. Accedí hacer el favor porque nadie más que yo sabe qué es estar sin el almuerzo un viernes en la noche de un diciembre y en vacaciones.  

De regreso crucé la calle con una alegre tranquilidad, pues no había carros, la gente había cerrado la calle y los autos no interrumpían el tránsito de personas.  Yo llegué justo a tiempo. El sándwich cayó como manjar de dioses, aunque debo confesar, que a las mazorcas asadas, que abundan en cada esquina, no les gana nadie. Allí se continuaron pidiendo un par de cervezas más. Ellas, al aire libre, con la brisa de Buenaventura, la salsa brava y la tranquilidad de no estar pensando en las competencias significativas del trabajo, arrojan una mezcla cercana a la felicidad pura. 

Todo terminó como todo buen parche sano en Cali. Votando entre ir a rematar a la Pergola o a Malamaña. Dos sitios con géneros un poco diferentes pero en el que se goza un poco más que en El más allá. A pesar de que en esos sectores ya no te reciben como en otrora: agradecidos con la visita y con ojos brillosos por “llevar clientes nuevos”. Los sitios siguen siendo calurosos y sólo ves carelocos gozándose el ambiente caleño con una confianza que  rememora sitios como Barahúnda y la vieja Topa Tolondra. 

La rumba sirvió para celebrar también la vida, a la chica más juiciosa y bonita le llegaron sus cumpleaños esa noche.  ¡Qué más sabroso que empezar la madrugada de tus cumpleaños bailando “Vente Negra” en Cali con unas buenas cervezas  y un par de tequilas encima! Cantar y bailar es definitivamente un placer casi sexual, por eso la gente a veces cierra los ojos y sube tanto la voz. 

Cuando llegó la policía a las 3:09 am, la gente estaba decidida a dar más… Nosotros la verdad estábamos cansados. Yo particularmente llevaba sin hacer mi pasito gozón por lo menos desde la pasada pandemia (y la práctica del ciclismo desarrolla son otros músculos) En La Malamaña al parecer también el tiempo les cogió desprevenidamente, la música y las luces se detuvieron de sopetón. “Por favor nos colaboran con la salida”, clamaba el Dj por el micrófono. 

En toda la salida estaban las timbas, las congas, las maracas y las campanas tratando de revivir lo que se conoció como la famosa Calle del Pecaó. Yo me sabia el coro entonado porque en pleno 28ª el oriente de Cali lo había vuelto famoso: “¡Los tombos son unos hps vaya, vaya!”. Sin embargo y aprovechando que sólo estábamos a 10 de diciembre, la policía amenazó con llevarse un par de ellos por impedir la circulación de los carros que había junto al sitio. Yo me pasé con los socios para la otra cuadra para intentar abordar algún tipo de transporte. 

Todos nos despedimos con cierta sonrisa en el rostro, sabiendo que pronto volveríamos a tener una nueva cita en el mismo sitio. Los conductores de taxis y uber observaban como gallinazos sus futuros clientes. “Debemos abordar dos carros”, sentenció la matemática del grupo. Y así se hizo. Dos recorridos, el mío implicaba ir hasta el sur y luego devolverme por La Simón Bolívar para “dejar” dos pasajeras exclusivas. 

Luego de los besos y abrazos en el sur, en el recorrido mi celular no dejaba de recibir mensajes. Las preocupaciones eran por la pasajera que se quedó sola en el sur y unos mensajes con imágenes que se asomaban. La muy vivida felicidad, al pasar por una preocupación arribada a las 4 am, se va guardando ya en recuerdos que sólo una felicidad mayor en un futuro debería recuperar y revivir.

En una de las imágenes recibidas estaba Renata, una bebe dinosaurio que había vuelto al mundo con homínidos que ahora no nacen plenamente desarrollados. No se le veía llorando, a lo sumo un poco de sangre a su alrededor, de las pocas que produce felicidad pero por su creación. “La vacunaron y tampoco lloró”, exclamó la nueva abuela. Para mi nació con cara de loquita, lo que indicaba que tenía los genes de la familia. ¡Renata, la más loquita de la familia!

Nadie sabe que va a pasar con la vida de Renata pero su tío espera que, primero, pueda leer esta nota y, segundo, descifre los verdaderos intereses de Byung Chul Han. (Risas)

Espero sinceramente que sea deportista como la mamá o la abuela o la tatarabuela. (Más risas) o que sea trabajadora como el tío Jefrey o desorganizada como el abuelo Miro. O inteligente como yo. 

El último mensaje de mi whatapp fue para avisarme que una chica muy querida había fallecido. Mientras yo cerraba los ojos y gritaba por lo bonito de la vida a las 2: 35 am, un muchacho, hijo de una mamá como la mía, despedía y agradecía a su madre por haberle dado tantas enseñanzas y haberlo acompañado por tanto tiempo. “Espero en otra vida tenerte nuevamente como mi mamá”, escribía muy triste Manuel. 

Murió “la prima”, como mi mamá le decía cariñosamente. El hijo luchó, luchó y luchó por su mamá. Nunca dudo incluso en volverse donante vivo para intentar salvarle la vida a su madre. ¡Gracias Manuel por esa compañía ejemplar! 

Yo recuerdo mucho a Manuel, porque la última vez que los vi, había en su casa una mesa llena de libros y su mamá me sorprendió con sus posiciones políticas y la lucidez de la que gozaba. Sin embargo, la verdad verdadera es que lo conozco más indirectamente porque es mi madre la que me habla de él y de la prima. 

Chao prima. Esta carta la escribí pensando en ti.  


Carlos Gaviria Díaz "Camino de la Patria (POEMA)