LOS DERECHOS DE LA MUJER



Jairo Henry Arroyo, Marzo 18 de 2001

El texto que a continuación les presento hizo parte de una serie de artículos que Gregorio Sánchez publicó a mediados de los años veinte del Siglo XX en el periódico El liberal de Cali(...) Han pasado Ochenta años desde su publicación inicial y las problemáticas planteadas por Sánchez, en especial, la que atañe a los derechos de la mujer, son todavía un tema de candente debate. En este sentido, aprovechando la conmemoración del ocho de marzo, pongo a disposición de ustedes la reflexión de un intelectual que para las primeras décadas del Siglo XX, pone de manifiesto una mirada crítica de la situación de la mujer.

Hablar de derechos de la mujer, en un país donde como en la mayor parte de los países, ha sido considerada como un ser inferior y de capacidad mental limitada, ha de parecer sin duda exótico, o por lo menos lírico y sentimental. Ya es tiempo, sin embargo, de que dando un golpe de gracia a la rutina ideológica tradicional y a los prejuicios de sexo que definió Juan Finot con penetrante acierto, se acometa de frente y con propósito justiciero el estudio y la solución de un asunto que puede ser catalogado entre los problemas sociales más hondos y agudos. Entre nosotros, la mujer no ha tenido jamás derechos, y si no fuera por nuestra condición galante y romántica de latinos, y por la dignificación que le dio la ley cristiana, continuaría siendo sin duda un sujeto pasivo, sin valor personal y sin prerrogativas de ninguna clase. Porque, prácticamente, y hasta en naciones de civilización relativa, es todavía una esclava, un individuo de esos que jurídicamente se designan con el nombre de incapaces, porque las leyes les negaron la libertad de estipular y hasta de valerse ella sola. El problema social de los derechos de la mujer ofrece dos aspectos esenciales: el legal y el moral; y ambos es preciso que se tengan en cuenta para resolverlo. Según nuestra legislación, ella está equiparada al menor de edad, carece de derechos políticos, no puede contratar libremente ni disponer de sus bienes cuando es casada1. El marido ejerce sobre ella una autoridad de padre y tutor,

1 Las nuevas leyes expedidas bajo el régimen liberal han reparado en gran parte esta injusticia, reconociendo a la mujer derechos civiles.

que supedita su voluntad por completo. En cuanto a nuestras costumbres, éstas la colocan en una situación tan precaria que sólo su ignorancia y su indefensión le han permitido soportarla. En nuestro tiempo, y esto creo que nadie piense ya seriamente en ponerlo en polémica, la mujer es un elemento de tanta importancia como el hombre. Ella ha asumido de leño su personalidad, y está adquiriendo la conciencia plena de su misión y de su destino. No es, pues, lo que antes era: un personaje pasivo y decorativo; una muñeca de salón, frágil e irresponsable por lo tanto. Socialmente, importa en grado sumo librarla de esa condición parasitaria, que la constituye en un ser inútil, incapaz de bastarse ella misma y dependiente siempre, como esas plantas que necesitan sombra para vivir, del amparo del varón o de la providencia de la familia. Tal vez en esto radica la razón de la tragedia sentimental de la mujer, que se considera fracasada cuando no pudo contraer matrimonio, como si la vida consistiera exclusivamente para ella en tal estado civil. Pero semejante manera de ver las cosas no es más que un prejuicio, un convencionalismo, y una consecuencia natural de su educación absurda y deficiente. Educada corno se debe, de tal suerte que sea no sólo un consumidor sino además un factor de producción, ganaría automáticamente su independencia, pudiendo subvenir ella misma a sus necesidades, y entonces la cuestión matrimonial vendría a ocupar un rol secundario en su vida. Es, pues, preciso que en las reformas educacionistas que se acometan, se le tenga en cuenta en primer término, para abrirle los caminos del conocimiento y señalarle las rutas que la lleven a las profesiones lucrativas, artes y oficios propios de su sexo.

Por lo que toca con la cuestión de sus derechos civiles, que me limito a considerar por ahora, porque creo que no es aún tiempo de otorgarle derechos políticos, interesa que el legislador, en guarda de la justicia y del mayor bienestar social, reforme las disposiciones de los Códigos, dándole a la mujer mayor autonomía para manejar sus bienes propios que así quedarán a salvo de las dilapidaciones o de la ineptitud del marido, permitiéndole estipular libremente. Es de suma urgencia, además, una reforma fundamental de las leyes civiles y penales, en el sentido de señalarte derechos claros y precisos, y de fácil efectividad, en los casos de separación o divorcio por culpa del marido, de desamparo o abandono por parte de éste, y muy especialmente, en los casos de seducción y de maternidad consiguiente.

Una de las mayores iniquidades de nuestro tiempo, continuación o rezago sin duda del pasado, es la irresponsabilidad del hombre que seduce a una mujer, con promesas o sin ellas, y luego la deja entregada a su pobre y triste destino. Respecto de este punto, la ley debe ser severa, y no solamente señalarle obligaciones al hombre para con la mujer aducida y para con el hijo, sino además mestablecer fuertes sanciones contra los que se nieguen a cumplirlas y contra quienes atenten contra la salud individual o pública y contra la integridad de la raza.

Es preciso, además, por medio de una campaña de educación, revaluar los prejuicios sociales que hacen de la mujer inocente o indefensa, casi siempre víctima de su suerte cruel, un ser estigmatizado y menospreciado injustamente; y nada más racional y práctico para llevar a cabo dicha revaluación, que darle la educación conveniente, reconocer y fijar sus derechos en forma legal, y señalar las enérgicas sanciones que garanticen tales derechos y que la pongan a cubierto del engaño y de la explotación. En medio de una civilización como la presente, y en una sociedad de estructura hondamente cristiana, resulta inaudito, monstruoso y bárbaro, y soberanamente irritante, que existan mujeres que son siervas de sus maridos, mujeres que ni siquiera saben lo que son y valen, y mujeres que andan por las calles ostentando la marca de su vergüenza, o arrastrando un hijo sin padre. Un Estado que tiene conciencia de su misión, y una sociedad que conoce sus deberes, están en la obligación de ponerle remedio a estas cosas.

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