
La reforma a la ley 30 pretende aumentar la cobertura, mejorar la calidad, impulsar la innovación y asegurar la equidad invirtiendo 2.4 billones en los próximos 3 años, de los cuales un poco menos de la mitad -1.21 billones- sería responsabilidad del estado y el resto correspondería a la iniciativa privada. ¿Cuál es el incentivo para que la inversión privada descienda, de repente y en tal cantidad, sobre la educación superior? Simple: la apertura del sector a la inversión privada con ánimo de lucro. La motivación no puede ser mejor intencionada: si las universidades públicas y privadas sin ánimo de lucro no han absorbido a los centenares de jóvenes que todos los años se gradúan de secundaria, ¿por qué no dejar a empresarios audaces la tarea que ni el estado ni las universidades privadas tradicionales han podido realizar? La motivación se hace todavía más irresistible si tenemos en cuenta que los más pobres y los peor educados son los que, o no acceden a la educación superior, o si lo hacen no logran graduarse.
Imposible encontrar mejor motivación para una política educativa. Pero lo que no dicen ni los documentos del Ministerio de Educación, ni los diseñadores de esta política en el mundo, ni los grandes empresarios más ricos hoy que hace 10 años, es que este sistema es costoso, ineficiente y fraudulento.
Costoso porque, al contrario de lo que la economía de libro de texto supone, los precios de la educación con ánimo de lucro no caen hasta su precio más bajo, a través de la competencia, sino que crecen hasta el límite fijado por los préstamos y subsidios gubernamentales. En los Estados Unidos, el costo anual promedio de la educación en una de esas universidades o institutos alcanza US $31,976. De los cuales US $ 24,957 termina siendo deuda que cae sobre los hombros de los estudiantes y de sus familias. ([1], 3)
Aunque parezca extraño es el estado el que paga la diferencia entre el precio de la matrícula y lo que el estudiante o su familia puedan pagar. Ese subsidio tiene dos formas: becas y préstamos que los estudiantes deben pagar después de su graduación. En la medida en que la diferencia entre el precio y el pago del estudiante sea más grande, mayor el préstamo y más grande el endeudamiento futuro de cada uno. Como la mayoría de los estudiantes que deberán usar esta opción son pobres, el endeudamiento estará por encima de sus ingresos actuales y con alta probabilidad por encima de sus ingresos futuros. El problema se hace más grave si la mayoría de los estudiantes no logra graduarse -como en efecto ocurre- y si la pequeña minoría que lo hace sólo alcanza empleos de baja remuneración.
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Ineficiente porque en Estados Unidos sólo el 9% de los estudiantes de las universidades con ánimo de lucro se gradúan, frente al 55% y 65% de las universidades privadas y públicas tradicionales. Es obvio que esta tasa de graduación no sólo no permite pagar los préstamos otorgados, sino que es un despilfarro enorme de recursos estatales y privados. Los únicos que ganan en este esquema son los empresarios privados, que se embolsillan los fondos estatales, mientras que los estudiantes se quedan con deudas eternas, y el gobierno y la sociedad pierden los recursos invertidos. Difícil encontrar un caso más dramático de paso de los recursos del estado a manos privadas con muy poco beneficio público.
Difícil también encontrar un país mejor preparado para la captura de los recursos del estado lograda por políticos, contratistas, intermediarios y empresarios que Colombia. Con un mínimo de suspicacia y de imaginación es fácil entrever el carrusel de carruseles educativos que ya debe estar listo para apropiarse de los recursos públicos.
Y es fraudulento porque las universidades con ánimo de lucro han presionado, convencido y llevado a estudiantes con ingresos familiares y personales muy bajos para incurrir en préstamos que ellos saben muy bien que no pueden pagar. Lo hacen porque el incremento del número de estudiantes es la única forma de hacer crecer sus ingresos. La situación es similar a lo ocurrido con las hipotecas de dudosa calidad concedidas en los Estados Unidos durante la burbuja inmobiliaria que condujo al desastre financiero global de 2008. La súbita preocupación de bancos y prestamistas por la falta de vivienda de los más pobres difícilmente ocultaba sus deseos especulativos. La repentina preocupación por la educación superior de los más pobres oculta un negocio gigantesco que puede terminar, como ha estado ocurriendo en los EU en la última década, en gigantesco fraude al estado y a las ilusiones y a los futuros de los jóvenes más pobres y de sus familias.
Hoy, el gobierno de Obama está intentando regular la burbuja educativa privada a punto de estallar. ([1]) 1
En Colombia, la salida de afán para la evidente amenaza de riesgo moral en la educación superior con ánimo de lucro ha sido la vigilancia para controlar la calidad. Pero es bien conocido que los sistemas basados en la vigilancia y en el control tienden a ser ineficientes. ¿Cuántos funcionarios se requerirían para vigilar el conjunto de las nuevas universidades e institutos creados por la reforma? ¿Cómo asegurar que la vigilancia se convierta en calidad? Incluso si el sistema de vigilancia resultara efectivo, los costos serían demasiado altos: universidades cerradas, programas terminados, estudiantes que han perdido su tiempo, su dinero y sus ilusiones. Y un estado que habría invertido muy mal sus recursos. El punto es que los incentivos disponibles no están orientados hacia la calidad, sino hacia las ganancias rápidas. El sistema, por tanto, no “cierra”: no hay métodos de vigilancia que produzcan calidad en un sistema cuyos incentivos reales van en otra dirección.
1Es curioso que la referencia al texto de Lynch et al. esté en el documento del Ministerio de Educación Nacional. ¿No lo leyeron? ¿O no extrajeron ninguna consecuencia de su lectura? ¿O si las extrajeron y las ignoraron? ¿O como dijo la representante del Ministerio, “es mejor hacer un promedio entre las experiencias buenas y las malas”?
TOMADO de http://www.fenalprou.org.co/documentos/Abril12.pdf
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