Por: Jaider E. Valencia. 02/01/2025
Tuve la fortuna de quedar elegido en el sindicato de maestros de un pueblo muy conocido de Colombia, donde el calor es soportable y las noches, todas, son frías. Entré de último en esas elecciones, por residuo, pero valió la pena el ejercicio.
Era un profesor nuevo y enseñaba en el colegio público más grande de ese pueblo. El ambiente laboral era bueno y la vida académica, aún mejor. Adaptarme fue relativamente fácil, aunque aprender a vivir solo, lejos de la metrópolis, no creo que sea fácil para nadie.
Una tarde oscura y lluviosa, pasaba cerca de la sede sindical. Era normal que yo pasara por allí, porque en estos pueblos todo queda cerca y uno se dirige a pie a casi cualquier lugar. Pasé a saludar, pero en el mismo momento en que iba a tocar la puerta, escuché murmurar mi nombre desde el interior. Se escuchaba la voz del presidente del sindicato, no hablaba con nadie en particular, era una llamada telefónica. "Jiader, sí, Jiader", escuché.
Decidí chismosear, como en todo pueblo, acercándome a las ventanas, mientras ponía mi celular en modo silencioso, pues algo me decía que pronto me llamaría. Un rayo cayó en ese momento y tuve que ponerme la mano en la boca para evitar ser visto. El presidente finalizó la llamada e inmediatamente escuché el sonido de las teclas marcando un número.
Por el sonido de las teclas, identifiqué mi número (recuerdo cuando existían los teléfonos públicos de cabinas huevudas, uno descolgaba la bocina, rápidamente acercaba el auricular al celular, marcaba un número y salía la llamada mágicamente). Tuve que retirarme, voltear la esquina y sentarme en el parque Bolívar, ubicado a la vuelta de la sede sindical. Al segundo intento de llamada, contesté:
—Hola, Jiader, ¿vos le diste tu teléfono recientemente a una señora que tenía un problema por allá en Cali?
—A varias —le respondí.
— ¿Una señora con un problema?
—Todas a las que les di mi número tenían problemas —repliqué.
—Me acaba de llamar un abogado, diciendo que la señora está perdida desde ayer. Encontraron el celular esta madrugada en el parque Bolívar y, al momento de inspeccionarlo, tiene registradas dos últimas llamadas: una tuya y la última de un señor consignado como “Benkos Biojó”.
—Uy, compañero, ¿cómo así? —le dije, con tono de preocupación—.
—Ya voy para allá, estoy en mi casa, ahora que escampé, arrimo. ¿Vos estás en tu casa?
—No —me dijo—. Estoy en el sindicato.
Rápidamente abordé un taxi para mi casa, pues, adicional al afán que tal suceso me provocó, también me hallaba empapado. Y, la verdad, también un poco asustado (En este pueblo cuando se anda de afán, se aborda un "motoratón", ellos te cobran la mitad del valor de un taxi). A los 3, 43 minutos llegué a mi casa, que queda en la esquina del colegio donde trabajo. Sé que había recorrido ese tiempo exacto no solo por el reloj último modelo que me había regalado el abuelito Vergara de Cali, sino porque desde que conocí a Javier, un profe de matemáticas del colegio, adopté la manía de dar medidas exactas cuando se trata de dar un número. Confieso que únicamente agarré ese vicio porque yo jamás saldría como loco a jugar el chance cada vez que por casualidad digo un número “bonito”.
Ya en la casa calenté agua, pues hacía mucho frío, me duché y salí lo más rápido que pude. Cuando cerré la puerta, el señor del taxi aún seguía afuera. Lo miré, le hice señas para saber si estaba libre, me confirmó y me subí.
—Qué bueno que no se había ido —le manifesté.
—En este pueblo los milagros existen —dijo.
Antes de contarle mis afanes a Don Iván, un señor que recientemente se había comprado ese taxi cuando logró la pensión entregando su vida a la universidad, con voz desilusionada me dijo:
—Anda desaparecida una señora muy conocida en este pueblo. No aparece por ningún lado, nadie la ha visto, como si se la hubiera tragado la tierra. Tengo mucho miedo de que, bajo este nuevo gobierno, volvamos a las décadas de 1980, cuando se perdía la gente cada ocho días, los domingos después de las 11:47 de la noche, en la avenida junto a la variante.
—No diga eso, Don Iván, le dije. Y evité contarle mis preocupaciones.
Llegando al sindicato, exactamente en el parque Bolívar, luego de haber transcurrido 3,40 minutos desde la casa, sonó mi celular. Contesté a la segunda llamada:
—Oiga, Jiader, vengase rápido, que aquí llegó el abogado de la señora, que necesita hablar con usted. Era el presidente.
—Ya voy, dame tres minutos y medio —le dije.
Ya había escampado, pero había neblina y hacía un frío terrible. Me bajé en la esquina, me fui lentamente y llegué de nuevo a las ventanas a escuchar todo antes de entrar.
— ¡Ustedes tienen que responder! —decía el abogado con tono subido.
— ¿Pero responder por qué cosa? —interrumpía el presidente.
—Porque el último lugar donde estuvo fue en el sindicato, y la última llamada que tiene registrada es del secretario de prensa, el señor Jiader. ¡Él tiene que responder!
Escuché de nuevo el sonido de las teclas del celular: 3 1 0 75685 80. El presidente había cogido su celular para llamarme. Me fui de nuevo hacia el parque, y en la segunda llamada le respondí. Eran las 2:43 p.m., lo sabía por el reloj y por Javier.
— ¿Aló? —contesté.
—Oiga, hermano, este señor está acá con el cuento de que tenemos que responderle.
—Dígale, le dije, que se venga para el parque, no lo atendamos en el sindicato. Dígale que el problema es conmigo.
Rápidamente se acercó a mí un señor por ahí de 1 metro con 71 centímetros de estatura, tenía la camisa por dentro, es decir que ya pasaba de los 50 años de edad, estaba bien motilado y tenía cara de abogado. Me dijo un nombre todo raro, le entendí: Guaidó, Guaidó López. Me mostró la pantalla de su celular, un Samsung M55, con la cara de una profesora muy simpática.
— ¿La conoce? —me preguntó.
—No —le respondí.
— ¿Por qué esta señora tiene marcado el número de su celular el día de ayer a las 10:45 de la mañana? —me preguntó mirándome rayado.
—Ayer estuve atendiendo en el sindicato a mucha gente, debe ser que ella lo anotó porque me lo pidió.
—Ella está desaparecida. Su esposo, el señor Miguel (un tumaqueño recién llegado a este pueblo), está muy preocupado por ella. Y el penúltimo número que registra en el celular que encontramos en este parque es el suyo.
— ¿Penúltimo? —le dije sorprendido. Lo interrumpí—. ¿Y cuál es el último?
Sacó una agenda, buscó desesperadamente mientras decía en voz baja:
—Eso qué le importa, señor.
—Biojó —dijo con más angustia que desesperación.
Yo le hice señales con la mano para que me esperara mientras le señalaba mi celular con la otra mano. Empecé a buscar por la "B", letra "B", pero no encontré nada. Escribí en el buscador de contactos la palabra “Biojó”. Me apareció en la agenda del celular: Univalle Benkos Biojó.
El abogado se dio cuenta, porque aquí en este pueblo la gente pone un cuidado espantoso de las cosas que pasan alrededor mientras hay una conversación.
— ¿Usted conoce a ese señor? —me dijo el abogado.
— ¿Por qué lo tiene en sus contactos? —dijo con rabia.
—Cálmese, señor López —le dije. Ese señor estudió conmigo en la universidad dos años, tres meses y cinco días en la misma carrera.
— ¿Y qué pasó? —replicó.
—Se retiró, pero cuando llegué a trabajar a este pueblo, me enteré por redes sociales que se había ido para Tumaco.
— ¿Y qué más? —preguntaba angustiado López.
—Allá lo metieron a la cárcel porque fue a fastidiar a una novia que tuvo en la infancia. La molestó tanto que ella lo demandó, y lo hizo meter preso. Luego cayó en desgracia y, para ganarse la vida, aprendió santería y vudú.
Asustado y visiblemente molesto, el abogado mirando al cielo, exclamó negando con su cabeza: "Ay Yemayá", mientras guardaba su celular.
—Este asunto cada vez se pone más raro. ¿Por qué su número estaba en el teléfono de la señora? Yo creo, estoy seguro, de que usted sabe lo que está pasando aquí.
Respiré hondo, sabiendo que debía manifestar lo que pensaba, aunque no quería hacerlo. Miré al abogado, di un paso atrás, respiré profundo:
—La señora Henao —dije, con voz baja—, creo que tenía una relación secreta, muy oculta. Ella es amante de Biojó, el hombre que usted mencionó. Ellos dos son de Tumaco, al igual que el esposo.
El abogado frunció el ceño, confundido, pero yo seguí hablando.
—Cuando Henao vino al sindicato aquel día, fue una coincidencia que ese número terminara en su teléfono. Ella lo vio por casualidad, porque recuerde que en este pueblo todo el mundo está pendiente de todo, y lo guardó en su memoria y luego lo anotó en su celular.
—Me preocupa que lo que Miguel, su esposo, no sabe, es que Henao y Biojó continuaron su relación en secreto, a pesar de que ella se casó con él.
El abogado se quedó en silencio, procesando mis palabras. Y finalmente, exclamó:
— ¿O sea que ella sabía que usted de pronto tenía ese teléfono porque lo había visto a usted en redes sociales con Biojó y debía encontrar la manera de poder sacarle ese número?
—Sí, Henao, al sospechar que yo podía tener su número en mi celular, aprovechó y, mientras yo acomodaba algunos contactos en la agenda telefónica, lo memorizó cuando pasé por la letra "U": Univalle Benkos Biojó.
—Eso quiere decir que cuando se fue, cuando “desapareció”, no fue un accidente ni un escape. Fue un plan, un plan orquestado por Biojó. Creo que con sus conocimientos en santería y vudú, él la hizo desaparecer de este pueblo. Es probable que, a través de un ritual, la haya hecho aparecer en Tumaco.
El abogado parpadeó incrédulo.
— ¿Entonces…? —murmuró.
—Ella no se fue, ni fue secuestrada. Estoy seguro de que Henao está con él, en Tumaco. El ritual probablemente la transportó a Tumaco.
Lo miré una última vez.
—Pienso que Miguel nunca lo supo, pero esa es la verdad. Si quiere, le dije, llamemos a Biojó ya.
El abogado miró hacia el horizonte, como si quisiera comprobar si el mundo seguía siendo el mismo. Pero finalmente, con voz baja, como si ya hubiese aceptado la terrible revelación, me dijo:
—Listo, llámelo, pero yo ya no sé qué creer. Si esto es cierto, lo único que me queda claro es que este pueblo guarda más secretos de los que imaginamos.
7 comentarios:
Importante que estás palabras con mucho cariño y paciencia sean conocidas por la comunidad educativa. Buen escrito y continúa escribiendo vale la pena. Un abrazo
Uy pero yo sí quiero saber, ¿Henao si estaba con Biojó?
Excelente, enhorabuena, sigue contando historias, buena narración, ponle un poco más de suspenso al final..
Habrá segunda parte ?? Que pasó con Henao ?
Excelente escrito. Verdades ocultas en la cotidianidad de un pueblo. Éxitos
Es un placer leerte.
Bien chinooo, sigue escribiendo buena historia....
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