EL CHICO DE NOVENO GRADO


Por: Jaider E. Valencia, estudiante de la Maestría en Innovación Educativa, Universidad ICESI

En uno de los cursos designados por la institución donde trabajo, hay un chico en grado noveno que el año pasado recuerdo haber visto estudiando en otro grupo con otros compañeros. Evidentemente, había sido promovido a grado noveno, pero en otro salón.

Al comienzo del año escolar y a primera vista, se notaba como un chico muy bien arreglado y siempre bien motilado; sus zapatillas, su mochila y su ropa bien planchada daban cuenta de un joven de quien se preocupaban en su hogar. Aparentemente, la materia de historia no le molestaba: se mostró desde un comienzo participativo y bastante receptivo al momento de tomar notas en el cuaderno. Se ubicó en los primeros puestos, dándome a entender que quería poner cuidado. La verdad no le iba mal; sus comentarios siempre eran un aporte crítico y muy reflexivo. Hacía preguntas retadoras y muchas veces aclaraba dudas de sus mismos compañeros durante la clase.

Detrás de él, en toda la fila, se ubicaron los más dispersos de la clase, todos con problemas de atención, poco participativos y con bajo rendimiento académico.

Rápidamente, a finales del primer periodo, noté algo adicional en su comportamiento. No solamente había hecho vínculos muy fuertes de amistad con sus compañeros de fila, sino que antes de comenzar mis clases siempre estaba fuera y era uno de los últimos en entrar al aula.

Puse mucha atención durante mis clases para entender los motivos de dicho comportamiento. La norma institucional dice que los estudiantes deben esperar los cambios de clase dentro del salón y no en los pasillos del colegio. No era solo durante mis clases; a veces, cuando estaba cerca de ese salón, miraba hacia ese noveno y efectivamente era uno de los primeros que se salía al tocar el timbre.

Empecé haciendo, durante las pausas activas, comentarios sobre el manual de convivencia y la norma de permanecer en el aula sin permiso. La reacción del resto del salón fue mirar intencionalmente a toda la fila de Paco (así lo llamaré), como una clara señal de dejar claro quiénes eran los relacionados.

Mi estrategia tuvo pocos resultados. A pesar de que al verme se acomodaban rápidamente en la clase, en general siguieron saliéndose los mismos en los cambios de hora.

Un hecho ocurrió en particular: Paco se acercó y me manifestó que la razón por la cual él se salía era porque le daba mucha sed. Me contó que practicaba ciclo montañismo y que su familia lo había inscrito en una escuela especializada. Entonces, empezó una rutina de señalarme con la mano o la vista el grifo del colegio como una señal para justificar su llegada tarde o su salida sin permiso del salón (sus compañeros solo siguieron escondiéndose cuando yo me dirigía al aula).

Mis reflexiones siguieron girando en torno a las normas, la importancia de seguirlas, de cumplirlas y la dificultad en la que podía encontrarse el docente por permitir ciertos comportamientos estipulados en el manual de convivencia.

Paco empezó a llevar un termo de agua. La excusa le había quedado perfecta. Siempre andaba justificando sus salidas del salón porque estaba llenando el tarro de agua.

Yo tuve que subir mis niveles de exigencia y un día cualquiera, durante el segundo periodo, le manifesté a todo el salón que algunos comportamientos violatorios del manual de convivencia los iba a llevar al “observador del alumno” con un escrito.

Los compañeros de Paco empezaron a correr y a evitar ser vistos durante mi clase, en una clara muestra de evitar la sanción sentenciada. Sin embargo, Paco cambió mucho y sus participaciones en clase mermaron en cantidad y calidad. Empezó a mostrar un malestar durante la clase, a sacar el celular y aumentaron los permisos a mitad de la clase para llenar el tarro de agua.

Yo opté por hacerle una variación a mi estrategia. Le pregunté directamente qué rutas de ciclismo hacía su grupo de ciclo montañismo en el municipio, los días, los recorridos y las horas de salida. Le comenté directamente que yo también practicaba el deporte, pero le aclaré que lo hacía de forma recreativa.

Le pregunté muy sutilmente por sus padres y sus hermanos. Oh, sorpresa, era hijo único y solo vivía con su madre. Noté que no me quiso hablar de su padre, así que no se lo pregunté.

Empezamos, entre los tiempos de la clase, a hablar de marcas de bicicletas, de tiempos en determinadas carreras, de ciclistas conocidos del municipio y, en general, de toda la dinámica que envuelve ese deporte.

Sus salidas del salón no variaron, pero la forma de pedir permiso sí. Empezó a solicitar el permiso mientras yo entraba al salón, en un claro ejemplo de que no quería interrumpir la clase. Su participación volvió a ser la misma de comienzos de año.

Recientemente, un grupo de estudiantes del mismo salón me manifestaron al final de la clase: “Usted cómo se lo aguanta, profe, Paco siempre quiere llamar la atención... es un ridículo”.

Ese encuentro me sirvió para explicarle a varias de ellas que mi labor docente no se remitía a disciplinar porque sí. Les conté que, con Paco, el proceso para que participe y aporte en la clase había sido complejo. Fue un proceso de entendimiento y comprensión hacia él pero de mucho autocontrol de mi parte. Les expliqué que mi actitud como docente consistía también en suprimir mis sentimientos de enojo y frustración. Y, además, que cada vez que yo escuchaba a Paco y observaba su forma de comportarse, me veía reflejado de joven en él.

“Muchas veces el cuerpo habla y expresa cosas que la escuela no está diseñada a escuchar”, les dije.

Finalmente, esta narrativa me reafirma el porqué amo mi profesión. Relacionando mi vivencia con el estudio de Mariana Romero Andrade, el proceso con Paco fue un ejercicio de trabajo emocional docente realmente trascendental. Es difícil suprimir el enojo y la sensación de estar perdiendo el tiempo con espacios que, en teoría, deberían ser innecesarios en el aula. Sin embargo, cuando dejé de lado el manual de convivencia y empecé a preguntarle a Paco por las rutas de ciclismo y su vida en casa, creo que cambié la sanción por el cuidado. Fue mi forma de escuchar lo que el cuerpo de Paco estaba gritando y de ayudarlo a darle un sentido a su experiencia. Para ser docente hay que ser consciente de que nuestra labor no se enmarca solamente en corregir la norma, sino en facilitar ese "saber de la experiencia" para que el estudiante pueda volver a estar en el salón con la misma calidad de antes.


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