Por: Eduardo Sarmiento.
En un artículo de Wall Street Journal, publicado el lunes en El Tiempo, se divulga una encuesta en la que la mayoría de la población estadounidense muestra el descontento con el libre mercado. El cambio de actitud tiene una clara relación con los insucesos de la política económica de los últimos años. Aun así no se vislumbran reformas institucionales en Estados Unidos y Europa, ambas regiones están empeñadas en enfrenar la crisis dentro de las mismas concepciones que la causaron.
En parte, por haber sido una de las grandes víctimas del neoliberalismo, los mayores esfuerzos para separarse del fundamentalismo se observan en algunos países de América Latina. En primer lugar, a diario crece el rechazo del banco central autónomo que le da prioridad a la inflación sobre cualquier otro propósito y destina todos los poderes para lograrlo. El manejo fiscal y monetario combinado, así como la intervención del tipo de cambio, surgen como el camino para impulsar el crecimiento y la ocupación, y asegurar la estabilidad cambiaria.
El comercio internacional no funciona dentro de las teorías de ventaja comparativa. Los países que han seguido el libre comercio al pie de la letra, y se han comprometido en los TLC, se han visto abocados a especializaciones en recursos naturales y bienes de bajo contenido tecnológico y dependencia creciente del Norte. En cambio los países como Argentina y Brasil, que han acudido a la integración latinoamericana y políticas industriales, han logrado estructuras productivas altamente diversificadas, superávit en cuenta corriente y elevadas tasas de crecimiento.
En la industria han avanzado en áreas de punta como la biotecnología, la farmacéutica y la tecnología del conocimiento, y en proyectos estratégicos con las grandes empresas oficiales para agregar valor a los productos. En la agricultura, gracias a la presencia de la empresa estatal y de la investigación tecnológica, Brasil ha conseguido producir los cultivos tropicales con rendimientos similares a los de los países temperados.
La inversión extranjera cada vez está más desacreditada. Los países experimentaron en carne propia que se trata de un mecanismo que debilita el ahorro nacional y la generación propia de divisas. Lo que se gana con la entrada de capitales es menos de lo que se pierde por la repatriación. Por eso, la solución a la capitalización industrial y el financiamiento del desarrollo tienen que provenir del esfuerzo interno para erradicar la especulación, la orientación del crédito y el establecimiento de ahorros forzosos.
Está visto que las políticas asistencialistas que predominan en la región aminoran la pobreza, pero no modifican la estructura relativa de los excluidos. La alternativa es una política social que gire alrededor de los derechos fundamentales —más concretamente la formalización de la mano de obra, la universalización de la salud y la educación integrada— y disponga del marco fiscal para hacerlos efectivos.
El temor es que este cúmulo de cambios replique las experiencias del pasado que, por la falta de coordinación, estrategia y exceso de voluntarismo, no llegaron a puerto seguro. De hecho, se plantea racionalizarlos y evaluarlos dentro de un marco científico que separe el todo en partes y las relacione con la eficacia y la equidad. En este contexto se puede esperar que los cambios descritos propicien una transformación productiva que reduzca considerablemente las desigualdades, a tiempo que eleve el crecimiento.
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