Por estos días de diciembre he vuelto a recordar los cines de barrio.
Aquellos teatros muertos que hoy son parte de una memoria de extinto
romanticismo y tal vez de lo que de modo flaubertiano pudiera
denominarse la educación sentimental de muchas generaciones.
Ya quedaron
atrás, hace tiempos, los lloriqueos y exclamaciones pesarosas que
Giuseppe Tornatore, con su Cinema Paradiso, nos produjo a los que
vivimos las fascinaciones del cine en las penumbrosas salas de barriada,
que ya no son.
Por Reinaldo Spitaletta
Por Reinaldo Spitaletta
Recuerdo
que cuando vi el filme del italiano, ya la mayoría de teatros de barrio
de Medellín y el Valle de Aburrá habían muerto. En el Colombo
Americano, en una de las salas que dejó como herencia cultural para la
ciudad el nunca bien ponderado (y lamentado) Paul Bardwell, me hundí en
la historia de la relación de un niño con el proyeccionista de un viejo
teatro de un pueblito del sur de Italia. Iba con algunos amigos guasones
que, para provocar desconciertos (y hasta risas) en los espectadores,
sacaban pañuelos y simulaban moqueos y llantos entrecortados.
Una
noche de hace muchos años, Felipe Mora, dueño de un café en el centro
de Medellín, me contó una historia que sucedió en el teatro Laika, de
Aranjuez. Se presentaba la película Pelota de trapo, un filme que ya
pudiera considerarse un clásico sobre el fútbol y los sueños infantiles y
juveniles. En el guion participó el periodista deportivo uruguayo,
Ricardo Lorenzo, más afamado como Borocotó, estrella de la redacción de
El Gráfico. La dirección era de Leopoldo Torres Ríos y estaba
protagonizada por Armando Bo.
La
muchachada del sector esperaba con ansia la función. Desde hacía rato
las carteleras, que mostraban fotos de “pibes” que habían fundado un
equipo de modestias y carencias, el Sacachispas Fobal C., emocionaban a
la muchachada. Y llegó el esperado día. El teatro lleno. Y de súbito, un
daño en la proyección, cortes, luces que se prenden y apagan, gritos,
aullidos, y los primeros improperios contra el proyeccionista:
“¡operador, soltá al pelao!”, que entonces no produjo risas sino más
descomposturas. Al saberse que no se podía seguir dando la película, los
espectadores destruyeron literalmente la silletería y rompieron a
navajazos el telón.
Y si bien, los
cines de barrio fueron la entrada en ficciones que iban desde el Viaje a
la luna, de Georges Mèliés, hasta las películas épica del Salvaje
Oeste, con los Wayne y los Randolph Scott, la Diligencia, indios y
soldados, y Tarzán y los luchadores mexicanos y también las de “capa y
espada”, mosqueteros, gladiadores, Espartaco, los agentes 007, que el
mejor era el caracterizado por Sean Connery, en fin, también los cines
de barriada esculpieron el deseo en niños y adolescentes.
Hace
poco leí un libro que tiene el deslumbramiento de las imágenes en
movimiento: “Medellín: cine y cenizas”, de Víctor Bustamante. Comienza
con una Venus saliendo del mar, la pintura del renacentista Sandro
Boticelli. El autor hace una remembranza con una muchacha que él, niño,
gateó -voyerismo infantil- por el patio de su casa y que después, en la
película Las aventuras del barón Münchausen (uno de los grandes
mentirosos de la historia), revive cuando Uma Thurman sale desnuda de
una ostra de utilería. El cine como inicio del deseo.
En
el cine de barrio comenzaron los primeros ensayos de amor, de un amor
ni siquiera platónico sino de pantalla y fantasía, con los
enamoramientos de actrices, mujeres de celuloide. ¿Quién en aquellos
días no soñó en sus soledades de alcoba con Claudia Cardinale, Liz
Taylor, Kim Novak o Raquel Welch? ¿Quién en los teatros de entonces no
quiso ser el bebé imaginario de Sofía Loren, una mujer de belleza
inverosímil tanto como la de Anita Ekberg?
*Titulo Original :Aquellos cines de barrio
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